jueves, 4 de abril de 2013

Mis dos abuelas maternas, de Herminia Chabagno Molleker



Orense fue el pueblo donde concurrieron, al mismo tiempo, las situaciones de extrema pobreza y desamparo, a la vez que la generosidad y el amor al prójimo, sumados a la virtud que implica cambiar para bien el destino de algunas personas.

Alrededor de 1930 mis abuelos maternos Juan Molleker y Filomena Kreis contrajeron matrimonio en la Parroquia San Marcos, y emprendieron un viaje en busca de un futuro, que los llevó casi sin escalas desde la pobreza, hasta la miseria absoluta, al tiempo que se establecían en Merlo (San Luis), Achiras y Sampacho (Córdoba). Juntar maíz a mano era una de las pocas tareas que los alemanes del Volga que no hablaban castellano podían conseguir en esa época. Poco sustento para una familia que crecía al ritmo de un integrante por año. Ida, Albino y María nacieron en San Luis; Luisa (mi mamá), Catalina y Juan en Córdoba… y la pobreza no cedía… Fue el tiempo de volver a Orense con la esperanza de cambiar la suerte después de casi una década.

Recuerda mi mamá, que a sus cinco años llegó la familia en tren a Orense. El comité de recepción estaba integrado por buena cantidad de tíos y primos de las familias Kreis y Heim, y una abuela. Los niños se asustaban ante tanta gente desconocida pero dos cosas los tranquilizaron: todos hablaban el alemán que habían heredado del Volga, y ese día hubo comida para todos.

En Orense, mi abuelo se ocupó en tareas rurales, a veces con la familia en alguna tapera, y otras veces solo, dejando a la familia en el pueblo, en alguna quinta o en alguna casilla.

La familia siguió creciendo con la llegada de Bertha (Hna. María Rosa) y la benjamina Teresa en 1943.

Como reza el dicho, “a perro flaco no le faltan pulgas”, para colmar la situación de desamparo y necesidades extremas, llegó también la enfermedad…

Así se encontraba entonces una familia de diez integrantes, con el padre trabajando en el campo y la madre enferma con sus ocho hijos en una casilla ubicada en la segunda cuadra de la calle España.

Quiso la suerte que hubiera un sacerdote alemán en Orense, que por entender el idioma pudiera comprender la situación.

Quiso la suerte que hubiera al lado de la casilla de los Molleker Kreis una familia católica, formada por Saturnino Pérez Mesa, Delfina Vassolo y sus hijos Susana, Irma, Juan Pablo y María Elena.

El resto no fue la suerte, dice mi mamá que fue la obra de Dios. Mi segunda abuela materna, Delfina, haciéndose eco de la situación descripta por el Padre Bernardo y el Dr. Podlesker a la Liga de Madres que trabajaba en la Post Escuela,  puso en práctica el mandamiento de “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Mi abuela materna Filomena sucumbió finalmente en octubre de 1945, a sus 33 años, dejando a sus ocho hijos de entre dos y catorce años, en la casilla de la calle España.

Mi abuela materna postiza, Delfina, puso manos a la obra. No era tarea sencilla comunicarse con niños que no hablaban castellano, pero el idioma de la generosidad es casi universal. Así, tazas de café con leche y panes con manteca y azúcar dispuestos en el patio, para que los niños “tomen confianza”, fueron la llave del acercamiento. Jugar con la pequeña María Elena era la excusa para que las visitas fueran más prolongadas. Así llegó el momento de probarse ropa, que Delfina y la Liga de Madres habían acondicionado para los niños Molleker.

También llegaron las comuniones, y todos tuvieron su traje de Primera Comunión… y mi mamá tiene su foto de Primera Comunión, su primera foto de la niñez.

También llegó la escuela, con su castellano indescifrable, los apodos de “rusa”, pero también los compañeros con los que se podía hablar: los Roppel, los Burgardt, y algunos otros herederos del Volga.

Llegó el día de la invitación de Delfina: “te querés quedar a comer con nosotros ?¨ y así cuenta mi mamá que aprendió como se usaban los cubiertos… Delfina Vassolo era miembro de una familia numerosa de agricultores establecida en la zona de Orense, fundadora de la estancia El Médano, de origen italiano y valores cristianos. Delfina, abanderada de esos valores, no dudó en involucrar a todas sus hermanas y cuñadas en el cuidado de los niños Molleker. Delfina habló con mi abuelo Juan, y le ofreció ser la familia de cuidado de sus hijos, respetando por encima de todo sus legítimos derechos de padre. Hubo entonces algunas despedidas transitorias. Algunas de las niñas irían a vivir a Tres Arroyos, otros irían a vivir al campo, Albino fue a vivir con el Padre Bernardo, Bertha al Colegio de Hermanas bajo la tutela de doña Rosa Groppa de Vassolo, hasta su consagración a la vida religiosa.

Mi mamá se quedó con Saturnino y Delfina, y con sus hermanos postizos en la localidad de Orense, un tiempo después se mudaron al campo, a 12 kilometros del pueblo, pero cada domingo volvían a la Parroquia San Marcos. Con el tiempo mi mamá se convirtió en una mujer de aspecto alemán que amasa las mejores pastas italianas, aprendió todas las labores del campo, desde ordeñar hasta la yerra, pasando por la huerta y la cría de gallinas, sin descuidar la reparación de faroles a kerosene, maquinas de coser y molinos, aunque también aprendió a coser, a tejer y a hacer leña. La vida le dio una familia propia, con sus tres hijos, mis hermanos y yo. Los tres fuimos sus malos alumnos de tareas rurales y domésticas, no aprendimos a ordeñar, ni a pelar pollos, ni a hacer el dulce de leche, ni los alfajores de maicena. Quizá un poco de hachar leña y manejar el tractor, prender el farol a kerosene, y abrir el molino. Sólo un poco de andar a caballo, encerrar las vacas lecheras, tejer sólo punto santa clara y coser sólo dobladillos.

Pero hubo otras cosas que mi mamá nos enseñó. Aprendimos a ser agradecidos, a valorar lo poco y lo mucho, el calor en invierno y la comida diaria, los regalos de reyes y de cumpleaños, los zapatos nuevos y la bicicleta, los libros y cuadernos, la universidad, las clases de inglés y de guitarra…todo lo que ella casi nunca tuvo.

No conocí a mi abuela Filomena, pero sí a mi abuela postiza Delfina. Venía de Buenos Aires a pasar sus veranos a Claromecó. Era un día feliz cuando íbamos a visitarla a la playa, y mirando para atrás comprendo que mi mamá nos contagiaba su felicidad. Ahora también veo claramente que lo que nos contagiaba era su agradecimiento a Delfina.

Y también ahora me surge clara una pregunta: ¿se habrá dado cuenta Delfina de la grandeza de su obra? ¿Sabrán sus hijos y sus nietos que fue ella quien tomó la iniciativa de hacerle frente al monstruo y salvar a ocho niños de un destino miserable? Eso ocurrió en Orense, en 1945, en la segunda cuadra de la calle España.

Herminia Chabagno Molleker
Pueblo Esther – Santa Fe

1 comentario:

  1. cuanta emocion en esta historia,que alegria me dio que pudieras rescatar los valores de la tia delfa.
    esta parte de la historia meece ser recordada aunque no aprendieran a ordeñar ni ha hacer los alfajores.
    siempre las recordamos a uds y tambien a la tia kichi.
    un beso a todos de adolfo morales

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