martes, 18 de junio de 2013
La vinchuca, de María Alejandra Debesa
“LA VINCHUCA”
El sol filtraba aún sus portentosos rayos a través de los álamos. En la chacra “La Vinchuca” se respiraba la tranquila rutina diaria. Los peones alborotando la quietud del campo apartaban la hacienda en los lotes linderos y se aprestaban a bañar los lomos de los animales sudados para que la inminente helada no los dañara, Cacique –el viejo perro- participaba en las tareas.
En el galpón de paredes descascaradas un hombre introducía su torso entre la grasa de un tractor, golpeando febrilmente el motor.
Los siempre verdes que cercaban la humilde vivienda, daban forma a la intimidad del patio, a la vez que una tranquera de pesados herrajes delimitaba la entrada a la rústica vereda de piedras que posibilitaba caminar sin embarrar el calzado.
La tarde iba cayendo irremediablemente, aún así la mujer fregaba la ropa en una batea de cemento próxima a la casa, al tiempo que enjuagaba en pesados baldes de chapa ubicados estratégicamente bajo la bomba, alternando la sacrificada tarea doméstica y los rezongos por la tardanza de los niños que no llegaban.
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Circundando el molino las pajas vizcacheras contenían los nidos de las gallinas que se perdían en los potreros contiguos.
El linyera contó la tercera fila de alambre y con entera maestría volteó en un solo movimiento pierna y cabeza. En un santiamén se encontró cerca de los niños que jugaban en el tanque del molino. Éstos, incrédulos y azorados permitiéndose observar la escena apenas con el vértice del ojo, presentían que algo malo iba a suceder. De inmediato el perro ladró, olfateó al desconocido y volvió a ladrar enfurecido.
Su aspecto era patético. Un prominente sombrero de ala ancha dejaba entrever una vehemente mirada. Tenía la ropa sucia y raída. Los bigotes y una barba desprolija apuntaban hacia ellos. El pelo ensortijado parecía alambres de púas mugrosos y desliñados. Se movía lentamente como cansado. Las botas de madera hacían a su paso crujir el pajonal y estremecer los sentidos. En su mano derecha sostenía con firmeza una garrafa de ginebra y en la otra un bulto de arpillera de reducido tamaño, anudado dos veces por su parte superior.
Los pequeños aterrados no daban crédito a sus ojos. No era la primera vez. Sí, el primer contacto a tan escasos metros. Retrocedieron trastabillando sobre las desgarbadas pantorrillas para luego correr despavoridos entre la maleza, que parecía enmarañarles las piernas propinándoles rasguños por doquier y sintiendo más que infinito de concluir, el trayecto hasta la casa. Con el último aliento irrumpieron exhaustos en la cocina. Maniobrando el pasador destrabaron la puerta principal. Una olla de extravagantes dimensiones bullía, dejando fluir los olores de un estofado que abría el apetito. La mesa estaba dispuesta como siempre, escoltada por dos larguísimos bancos chacareros. La radio encendida emitía una música apacible mientras el locutor con voz pausada daba la hora y anunciaba el pronóstico para el día siguiente.
La mujer se deslizó desde la sala con una fuente de loza en su mano. Interpeló a los dos chiquillos que apoyados de espalda en la pared se miraban cómplices sin emitir palabra. Ligeramente los felicitó porque después de mucho tiempo no se había visto obligada a usar la campana del patio que comúnmente tañía hasta desfallecer. En un acto de aprobación les acarició las cabezas y los invitó a asearse las manos y sentarse hasta que llegaran los demás. Levantó la tapa del cajón de los vicios, se inclinó, buscó en los compartimentos y sirvió la galleta que la semana anterior había comprado en el pueblo. De a poco se fueron ocupando los bancos con los comensales, entre patrón, hijos y peones la cocina se llenó.
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El linyera se desvistió rápidamente en el cuarto. El sombrero de ala ancha cayó primero al piso de baldosas, también los harapos. Le costó sobremanera deshacerse de las botas de madera –por lo menos dos números más grandes que lo normal a sus pies- al punto que perdió el equilibrio y se fue de costado encima del banquillo blanco del esquinero. De prisa y manteniendo la respiración se arrancó de un solo tirón los bigotes y la barba. Se miró al espejo y sonrió en una irónica. Mueca. Se mojó el pelo y se alineó la ropa. La esperaban. No había excusas válidas. Faltar al ritual diario de verse congregada la familia en derredor a la mesa significaba casi incidir en un pecado capital.
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El reloj daba la hora desde la pared del fondo. Fue la última en llegar. Cuando la hermana mayor entró en la cocina en forma escurridiza, se sentó junto a la cabecera, nadie advirtió su agitada presencia. Uno de los presentes concluía de rezar en voz alta agradeciendo los alimentos. La joven apartó un poco de estofado en un plato y le ofreció al perro que acurrucado a su diestra y por segunda vez en el día la olfateaba, solo que ahora meneaba amistosamente la cola en todas direcciones.
MARÍA ALEJANDRA DEBESA
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