Fue uno de esos días en que todos
hubiéramos querido estar. De hecho, con el paso del tiempo, nadie
reconocía no haber estado.
La pregunta en realidad era por qué
fuimos. Ellos llegaban al final del campeonato dos puntos arriba,
jugaban de locales y no habían aflojado en todo el campeonato. La
realidad marcaba que todo estaba dado para que por fin, una vez,
dieran la vuelta olímpica.
Lo que yo no podía asumir era que
la dieran justo ahí, delante de nuestras narices. Y no creía que
fueran a festejar con los suyos olvidándose de nosotros. Estaba
seguro que nos iban a pasar por delante, mirándonos con los rostros
desfigurados de felicidad, seguro que para ser campeones, pero un
poco más, por ser campeones delante nuestro.
Y fuimos muchos de Orense, llenamos
todo el lateral y una parte de la cabecera. Claro, nadie podía dejar
de ir. Nadie en el pueblo es ajeno al club. El que no tiene un
familiar que juega, jugó en algún momento. El club es más que
nuestra segunda casa, en el club uno se crio, se formó como persona.
Fue el lugar de reunión obligado antes de cada salida. Todos
pasábamos más horas en el club que en ningún otro lado,
practicando el deporte que nos gustara o simplemente de espectadores.
En el club crecimos, nos hicimos amigos y hasta de novios. Como no
íbamos a estar!!!
Llegamos en silencio, casi en
caravana. Acomodamos lo vehículos uno al lado de otro. La cancha nos
separaba de ellos. Ellos sí que estaban todos. No había un hueco
visible del otro lado del alambrado. La fiesta estaba preparada.
Costaba alentar, nosotros no
cantábamos, apenas si gritábamos dale rojo, y golpeábamos palmas
para acompañar al equipo. Pero ese día parecía que el aliento se
trababa en las gargantas, se escuchaba algún grito aislado y eso sí,
las bocinas, porque es más fácil y anónimo.
La expectativa era inmensa, ellos sí
cantaban. La radio había armado la cabina de transmisión sobre un
carro playo, y los de Bellocq se habían agrupado alrededor como para
hacerse sentir.
El primer momento que tuve de
sensación agradable fue cuando salió el equipo, rojas las camisetas
reflejaban el sol de la tarde. Encabezaba la fila Pololo, el gran
capitán, y lo seguía el resto. Tuve la sensación que no nos podían
ganar nunca.
Ese año el equipo era muy juvenil,
pocos quedaban de los campeones del ’84.
Al rato nomás salieron ellos, entre
la lluvia de papel picado, atronaban las bocinas de los autos y
camiones. Gritaba la gente ante la salida de sus jugadores, amarilla
la camiseta, amarilla y violeta. A quién se le había ocurrido
combinar tan mal dos colores?
Y comenzó el partido, peleado, de
pierna fuerte. El medio nuestro era de gladiadores, José de 8, el
Chapa de 5, Javi por izquierda y Gustavito Vidal un poco más
adelante. Batallaban sin cuartel dejando la piel en cada trabada.
La defensa firme como todo el
campeonato, Martín de 4, Pololo de 2, el Chupe de 6 y el Negro Jaime
de 3. Aguantaban los embates del Laucha y compañía a pie firme. El
Turco respondía a las exigencias con la naturalidad de siempre, como
si atajar fuera fácil.
Coquito y el Polaco corrían arriba
tratando de crear con lo que pudieran, la verdad, llegamos poco.
Se fue el primer tiempo. La hora tan
temida se aproximaba. Si uno fuera consciente debería haberse ido
en ese momento. Ellos nos dominaban, con el empate les sobraba. Tal
vez no se podía salir por la cantidad de autos, pero creo que nadie
lo intentó.
El segundo tiempo fue peor, nos
tenían más en un arco todavía. Podía ver la alegría del otro
lado de la cancha. Del lado nuestro cada vez más silencio.
Después de un corner, con un
revoltijo de piernas en el área, Pololo sacó una de la línea. Ahí
creímos un poco. Si no habían hecho ese no podían hacernos otro. Y
comenzamos a alentar, a nuestro modo, aplaudiendo las buenas,
bancando las malas. Se empezaron a escucharlos “buena nene”
cuando Gustavito intentaba una genialidad, o un “bien” cunado la
pelota tronaba cada vez que José o el Chapa trababan en el medio.
Javi la pedía siempre y Martín empezó a dejar un surco por el
lateral. Coquito y el Polaco los encaraban siempre y tuvieron alguna,
no muy clara, pero para entusiasmarse. El tema era el tiempo,
comenzaba a jugar en contra, nosotros necesitábamos ganar, el empate
no nos servía, y sí les servía a ellos, que inconscientemente
comenzaron a cuidarlo.
Pololo gritaba “salimos”, y
empezaron a apretar más arriba. Coquito apelaba a toda su picardía
y el Polaco metió una de sus corridas, “cerca del palo derecho”
confirmó el relator de LU24.
Ya caso a los 30, el Laucha inventó
un foul en la puerta del área. Apenas saliendo de la medialuna.
Comenzamos a rezar. Imaginaba la visión del Turco. Llena el área de
piernas. Jugadores intentando taparlo, más la barrera.
El Turco se apoyó en el palo
izquierdo y armó la barrera. Dos de ellos se pusieron para
molestarlo. El Laucha y el Semilla delante de la pelota. Conversaron
poco, lo que me preocupó más, sabían que hacer.
El Turco es alto como un álamo, y a
todos los altos les cuesta abajo dice una regla del fútbol. El
Semilla le iba a pegar ahí, bien de rastron, y si le sumamos algún
pocito en el área, atajar eso era poco menos que imposible.
Y fue así nomás, terrible zapatazo
de rastron que se coló entre mil piernas y pasó limpita, picó poco
después del punto penal y se dirigió inexorablemente hacia el arco.
El Turco se tiró cuan largo era y la pelota milagrosamente le dio en
las piernas, se levantó lenta girando sobre sí misma.
El Laucha Beguiristain, viejo zorro
goleador, intuyó esto y picó detrás del remate. Llegó antes que
nadie al corto rebote, y desde la línea de cal del área chica
cabeceó arriba, con el Turco caído y toda la defensa por detrás.
Todos vimos como la pelota avanzaba lenta para convertirse en lo más
temido por nuestra parcialidad. Solo una décima de segundo antes de
que traspusiera la línea imaginaria, justo por debajo del travesaño,
una mano del Turco, que había volado desde el piso la sacó sobre el
travesaño.
“Monstruo” le grité, “no
podes atajar eso”. Y seguido con el entusiasmo de la adrenalina
agregué, “vamos que estos muertos no nos pueden ganar nunca”. De
fondo se escuchaba el relator de la radio que decía: “milagro en
el área de Alumni” y si había sido un pequeño milagro.
Ellos no lo podían creer, nadie
podía atajar eso. Pero el Turco lo había hecho. El Turco arquero
porque atajaba bien, porque a él le gusta jugar de 9, nos mantenía
la ilusión abierta. Alguien gritó “no sea que se metan las tortas
ya saben dónde ehhh”. En referencia a los preparativos por la
fiesta del campeonato que sabíamos se habían hecho.
Y seguimos batallando, ellos más
atrás ahora. Nosotros intentando por todos lados. No éramos claros,
pero éramos entusiastas, íbamos como podíamos. Los arrastrábamos
con la fuerza de quien cree que puede a pesar de la adversidad. Pero
el tiempo seguía corriendo y el partido se nos iba..
Entramos en los últimos 5 minutos
en esa tónica, empujando para adelante y empujando atrás. Cada vez
más cerca ellos de soñado título, cada vez más imposible para
nosotros.
Algunos nos empezamos a mirar como
preguntándonos qué íbamos a hacer cuando salieran campeones. Yo ni
loco los aplaudo pensé. Empecé a repasar que jugadores nuestros se
quedarían en la cancha a verlos dar la vuelta olímpica, espero que
ninguno me dije en voz baja.
La voz del relator de la radio me
trajo otra vez a la realidad, “minuto 44 del segundo tiempo, una
especie de corner corto desde la izquierda a favor de Alumni”. Me
volví hacia la cancha y vi, como el equipo se desplazaba hacia el
arco de ellos, subían todos.
Coquito enviaría un centro que era
nuestra última oportunidad. No era para hacerse muchas ilusiones,
habíamos tenido ya un par así, pero entre el Pájaro y el Paisano
habían sacado todos.
Nos pegamos al alambrado para ver
mejor, silencio de Iglesia en el Vassolo. Coquito levantó la mano
derecha y le pegó. La pelota se recortó contra el cielo como la
luna de Febrero en esas nochecitas de verano, viajó impoluta y cayó
en el área. Saltaron todos, hasta los que sabían que no llegaban,
pero una cabeza sobresalió entre todas. Pololo, a pesar de no ser
alto, entrando por el segundo palo, saltó más que nadie, impulsado
tal vez por la fuerza de mil hinchas que deseaban eso, o por los
otros mil que querían evitarlo.
Impactó la pelota con un frentazo
que les juro que se escuchó, y esta viajó grácil y liviana hacia
su novia, la red, que la abrazó en todo su esplendor, con esa mágica
música de fondo que es un gol gritado al unísono por mil gargantas.
Lo gritamos nosotros en la cancha, y lo gritó el peón desde su
rancho en el campo. Lo gritaron en el pueblo los que habían optado
por no ir, lo gritaron los abuelos que no se habían animado y
aquellos que sufrían mucho viéndolo y preferían la radio.
Increíble, sublime, apoteótico,
colosal, lo que quieran ponerle. Coquito corrió a abrazarse con
todos y se colgó del alambrado. Todos quisimos fundirnos en ese
abrazo y cedió el cerco perimetral que cayó hacia la cancha. Pero
esa tarde no había lugar para tragedias, y todos salieron
milagrosamente ilesos de debajo del alambre.
El partido terminó después de eso
y todos veíamos a nuestros jugadores abrazarse en el campo. Les
parecerá mentira pero no recuerdo ninguna cara de Etchegoyen.
Lógicamente, después ganamos el
partido desempate en Orense y empatamos en Bellocq con lo que fuimos
campeones.
Han pasado más de veinte años
desde ese día, y todavía lo recuerdo como uno de los más gloriosos
de mi vida. Yo no jugaba pero sí mi hermano, y es como si fuera yo.
Y mis amigos, con los que había crecido.
Ahí anda Pololo por el pueblo, no
demasiado consciente de lo glorioso que fue, esperando tal vez que
alguien le pregunte por ese día, o no. Quién sabe.
Solo imagino que de vez en cuando,
debe sentir, como la caricia de una madre, el beso que le dio esa
pelota en la frente antes de convertirse en el gol más gritado en la
historia del glorioso Alumni.
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