Crecí
viendo las camisetas en el cordel de mi abuela secándose al sol.
Camisetas de piqué, con los números en cuerina blanca con bordes
rojos también. Cada tanto algún número empezaba a despegarse y mi
abuela lo cosía nuevamente con infinita paciencia, siguiendo el
contorno delicadamente, respetando hasta los orificios anteriores en
la cuerina desgastada. Antes de plancharlas a veces me dejaba poner
una, yo si podía elegir buscaba la 14, el ruso siempre fue mi ídolo.
Jugaba en la cocina de la abuela con una pelota de papel a acertarle
al rincón, aro imaginario.
El
Patón Ríos, Taquín Mainini, el Negro Villa, Pirincho Yanacone, el
Gallego Ramos, se pasaban la pelota en un relato desprolijo de
partidos a morir contra Tatalo Terragno, el Vasco Goizueta, el Loco
Locatelli y demás adversarios.
Mi
viejo abrazó la dirigencia del club con la pasión que nos inculco
toda la vida. Ángel Keergaard lo llevo al club siendo muy joven y
por más de 20 años se desempeño en distintos puestos, siempre
ligado al básquet.
A
principio de los 80 tenían una buena comisión, gente trabajadora y
comprometida con la función. Bocha Sotuyo, Carija, Juancho Etcheto,
Lucho Ansa entre otros.
Recuerdo
noches gloriosas, con gimnasio lleno. Nos visito Independiente de
Neuquén, encabezados por el loco Ibáñez, un artista con la pelota,
capaz de hacer la jugada mas sorprendente.
También
la selección Argentina de Básquet en silla de ruedas. Todavía
recuerdo la sensación de ver esa gente desplazarse por la cancha en
sus sillas y convertir con una facilidad abrumadora.
Un
suceso inigualable sucedió a mediados del año 80. Llego a Orense el
primer equipo de Obras Sanitarias de la Nación para enfrentarse a
Alumni reforzado por Marcelo Dalimier y el mago Merlíni, venidos los
dos de Bahía Blanca para jugar ese partido.
Obras
venía de ser sub-campeón de la copa W.Jones o copa intercontinental
de clubes, había perdido la final con el Real Madrid de España, que
en ese momento, como ahora, era de los clubes mas poderosos de
Europa. Este equipo de Obras ganó el mundial de clubes tres años
después, venciendo a un club italiano.
Vinieron
a jugar con Obras el Gurí Perazzo, el Tola Cadillac, Chocolate
Rafaelli, un brasilero, base, Wilson de Jesús, Aguirre, Arejula, y
un canadiense de 2,10 metros. llamado Marc Wosley. Hoy, después de
tantos años, cobra cada vez más dimensión que semejantes monstruos
hayan pisado el parquet del Anker Keergaard.
En el
año 81 Quilmes de Tres Arroyos produjo una innovación en el mercado
de pases basquetbolístico, contrató un norteamericano, Gregory Lee
Humprey, un yanqui blanco, de 2,06 mts, rubio de bigotes, salvando
las distancias, parecido a Larry Bird.
Este
hecho fue un quiebre en el básquet doméstico, hasta ese momento los
pases se manejaban personalmente. Contratar a Romagnoli antes de
esto era ir a Tres Arroyos y ofrecerle una heladera nueva, mejor que
la de Huracán, que le vendría bárbaro porque se estaba por casar.
Los jugadores locales nunca habían cobrado nada por jugar y más de
uno pagaba la nafta de su propio auto para ir de visitante.
Reuniones ordinarias y extraordinarias, discusiones interminables
entre los miembros llevaron a la comisión a decidir intentar
contratar un extranjero para que jugara en Alumni.
Con ese
fin viajó a Tres Arroyos el negro Mussi, técnico de la primera,
para ver dos yanquis que querían jugar nuestra liga.
Épocas
de comunicación difícil, los llamados telefónicos a casa se
repetían constantemente para ver cómo iba el trámite.
El negro
llamó que eran dos los yanquis que habían venido, mi viejo le
contestó que trajera el más alto.
Otro
llamado, el negro informaba que a el le parecía que el mas bajo era
mejor, llevaba como treinta libres seguidos sin errar ni uno, mi
viejo le dice que lo apoya en su decisión, que trajera el que le
pareciera mejor.
Otro
llamado, había surgido un problema, el yanqui que le gustaba a Mussi
cobraba 300 dólares más, 1500, el otro 1200.
“Si
hay que bailar, bailemos”, le dijo mi viejo, “traé el mas caro”.
Llegaron de noche directamente al gimnasio, en el 128 azul que Mussi
tenía en ese momento.
Reggie
se bajó ante la mirada absorta de todos, jogging rojo, campera
canguro, con su nombre bordado sobre el pecho, a la izquierda. Alto,
2 metros con zapatillas, como el decía, flaco pero muy marcado,
físico privilegiado.
Le
presentaron uno por uno al plantel, primeras sonrisas cuando se quedo
mirando a Ernesto porque se lo presentaron como “Ruso”, eran
épocas de la guerra fría.
Se
separaron en dos equipos, uno de los cuales jugó sin camiseta, para
que Reggie los reconociera. La magia invadió el gimnasio, el negro
jugaba bien, metía de todos lados, la volcaba con una facilidad
pasmosa y pasaba la pelota como nadie.
Alumni
tenia un plantel mixto, algunos jugadores veteranos como Chichin y el
negro Villa, algunos en su apogeo, el Ruso Furher, Winche Funes,
Zorrino Amat, Celso Harstock, Mario Rivolta, Canguro Santiago, y la
camada nueva: Zoco Ansa, Chimango Eguren, Julio Harstock, el Ruso
Astrup y Rulo Montenegro.
Eran
buenas épocas para nuestro básquet. Muchos jugadores del club
integraban selecciones locales y de provincia.
Reggie
se adaptó rápidamente al pueblo, enseñaba a las categorías
menores y por la noche entrenaba con la primera. En los
entrenamientos solía haber tanta gente como en un partido de años
anteriores.
Era un
fenómeno, jugaba en los 5 puestos, llevaba la pelota de un lado al
otro de la cancha, bajaba rebotes en los dos tableros, metía de
todos lados, taponaba tiros, la volcaba con muchísima facilidad.
Nunca descuidaba su papel de showman que le encantaba. Se divertía
jugando y lo hacia notar. Era común que saludara a alguien del
público después de hacer una buena jugada, chocando las palmas.
Tiraba ganchos de mitad de cancha, hacia la faja en el doble paso, y
previo a tirar la bandeja la pasaba entre sus piernas.
Fuera
de la cancha era una persona excepcional. Siempre rodeado de chicos,
entre los que casi siempre me encontraba. De sonrisa fácil y amplia.
Aprendió a hablar nuestro idioma en poquísimo tiempo, con un acento
muy marcado, todavía suena en mis oídos “sin Fol., sin Fol.”,
gritaba cuando marcaban en los entrenamientos. Solíamos encontrarlo
en la plaza, sentado escuchando música con sus walkman, toda una
novedad para la época, y nos pasaba los auriculares uno por uno para
que escucháramos.
Cuando
llegó vivió en lo de Cuevas, un empleado del banco Nación que
integraba la comisión de Básquet, luego se mudo a lo de Quique
Marquinez, justo al lado de casa.
Almorzaba todos los días en el club, Luisito Gonzalez lo atendía
como un rey y Reggie se lo agradecía comiéndose todo lo que le
ponía adelante. “Pollo grande” le decía al pavo, una de sus
comidas preferidas.
Nuestro
club organizaba tradicionalmente la copa Anker Keergaard, ese año
fue inolvidable.
Reggie
había hecho partidos increíbles, con goleos insólitos, como 63
puntos ante Independiente de San Cayetano, en una época que no
existían los triples.
Varios
jugadores nuestros alcanzaron su plenitud en ese momento. El Winche
jugó increíble, poniendo toda esa garra que lo caracterizó
siempre, El Zorrino desplegó todo su talento, y el gancho de zurda
hizo estragos en las defensas. Mario era un goleador implacable, con
un tiro exquisito de 4 o 5 metros que rara vez fallaba. La base la
repartían entre Chichin y el Cangu; Chichin todo cerebro y con un
tiro frontal temible, y el Cangu todo vértigo y ataque rápido. El
negro Villa mantenía su tiro a 45 grados, a la altura del
calefactor. El Ruso ese año entreno como nadie y estaba más fuerte
que nunca. Los demás chicos estaban muy compenetrados, les tocara
jugar o no. Nadie faltaba a un entrenamiento, y todos mejoraban con
los aportes de Reggie, que con pases fulminantes los obligaba a estar
concentrados al cien por cien. Extrañamos mucho al Pata, se había
ido a estudiar y no estuvo ese año.
El
torneo se jugo a pleno, con lleno total todos los partidos. Llegamos
a la final con Quilmes, que aparte de Humprey, se había quedado con
Darrel Pickney, un negro de 2,04, que jugaba de pívot. Completaban
la plantilla Belza, un base petisito, muy cerebral, el turco Ali
Sapag, goleador temible, el loco Valle, puro temperamento y garra.
Los días
previos al partido fueron de locos, en las calles no se hablaba de
otra cosa. La cantina del club era un hervidero.
Mi casa
era un timbre tras otro, el teléfono no paraba de sonar, todos
querían conseguir su entrada. Mi viejo había hecho con chapadur
perforado una copia de la cancha y enumeraba las plateas. Se
alquilaron tribunas en Tres Arroyos que se armaron en el balcón para
aumentar la capacidad.
A la
noche mis viejos miraban las plateas que se agotaban rápidamente, y
nombraban gente con asombro, “nunca antes lo vi en el gimnasio”
decía mi viejo, sin poder disimular la alegría del fenómeno que se
había producido.
El día
del partido fuimos más temprano que nunca al gimnasio, mi viejo
volvió a pasar el cepillo con aserrín y querosene. Repasamos
algunas maderitas que amenazaban despegarse. Despegamos algunas que
sobresalían y las volvimos a pegar con brea caliente.
Mucho
antes del partido empezó a llegar la gente. Algunos de localidades
vecinas. Lentamente se fue llenando la cancha. Más de mil personas
entraron a la cancha esa noche. La gente se fue agolpando hasta
formar dos y tres filas hasta las líneas de la cancha. Yo termine
con Paliyo en el escenario, agarrados a la jirafa del aro, y el que
siempre fue flaco dentro de los hierros de esta
Un rato
antes de que los jugadores pasaran para el vestuario llego el Ruso,
entró corriendo las mamparas de la entrada, camperón verde, bolso
Adidas de cuero blanco al hombro, el pelo mojado como recién peinado
y una ancha y blanca sonrisa. Me tranquilicé.
Miles de
veces me había contestado papa la misma pregunta:
– ¿Viene
el Ruso?
– El
Ruso se baja del tractor y viene a jugar.
El
partido fue de película. 40 minutos tanto a tanto.
La
pelota final le correspondía a Alumni, con pocos segundos en el
reloj. Quilmes ganaba por un punto.
Busque a
Reggie con la mirada, esa pelota la tenia que jugar él, cortaba la
bocha con los brazos en alto pidiéndola a gritos. Mario la tomó en
el vértice de la bocha, amagó a pasarla y se levantó él, la soltó
con la técnica de siempre, el dedo mayor y el índice quedaron como
señalando el destino que ya era inexorable. Voló la pelota hacia el
aro, pego en el fierro, bailo en el cesto y salió. Humprey bajo el
rebote y se abrazó a la pelota con los codos hacia fuera. Se termino
el partido.
Mire a
Paliyo como buscando una respuesta que no existía. Estaba tan
absorto como yo.
Habíamos perdido, ese no era el final de la película que yo quería.
No podía creer que mis ídolos perdieran. Lloré un poco mordiéndome
los labios. No quería que se notara.
Inmediatamente
me di cuenta que nadie del equipo reprochaba a Mario por haber
errado, y llegue a la conclusión que eso era el deporte, ganar y
perder. El resultado era lo de menos si el esfuerzo había sido el
máximo.
Creo
que desde esa época mi corazón late con el rebote de una pelota
contra el parquet. Desde esa época gano y pierdo con hidalguía.
Hoy el
básquet de mi pueblo viven buenas épocas. Con jugadores que
representan a mi club con respeto por su historia. Con dirigentes
responsables y comprometidos.
Agradezco a aquellos hombres que perdiendo la final del Keergard, me
enseñaron más que si la hubieran ganado.
Tato
Ricupero
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