Mirando viejas
fotografías de aquellos esquiladores con tijera que arremetían, magníficas
cinturas mediante, contra los rebaños que crecían en esta próspera región de
Orense, mi memoria voló inevitablemente hacia mis propias vivencias... un poco
más acá en el tiempo. Y, como ocurre en estos casos, un “¿te acordás?” lleva al
otro y así me encontré reconstruyendo en familia momentos de una época que no podemos evitar
añorar: la de la esquila realizada con las esquiladoras con varillas, ese paso “tecnológico” importante del que mi
generación fue testigo. ¡Cómo no recordar aquellos fines de octubre, principios
de noviembre y principios de marzo, cuando los campos se convertían por unos
días en bulliciosos escenarios donde cientos de ovinos proveían a los
chacareros de su preciado oro blanco! ¡La lana! ¡Cuántos negocios se hacían con
esa cosecha!
En los días
previos a la llegada de la esquiladora, el movimiento de la chacra se
intensificaba. Todo debía estar listo para que no se produjeran atrasos, ya que
cada establecimiento esperaba impacientemente el turno. Se acondicionaba el
piso del galpón, se preparaban los lienzos del tamaño de cuatro bolsas de
arpillera abiertas y luego cosidas unas con otras, se hacía el descascarreo
(¡qué tareíta!).
Y llegaba por
fin el día en que ese pequeño pueblo nómade se instalaba para cumplir su labor.
Recuerdo especialmente que para quienes éramos niños ansiosos de conseguir
autorización para presenciar ese despliegue, aunque sólo fuera paraditos y sin
molestar, desde “la parte de afuera” del tinglado, aquello era todo un
acontecimiento. Me veo con mis hermanos
cruzando el patio y corriendo hacia la casa al grito de “¡Ahí vienen!”, porque ya en la tranquera se
divisaba el camioncito con todo su cargamento. A medio camino se veían los
brazos que se agitaban saludando. ¿No era eso, acaso, una fiesta?Apenas un
momento más tarde, entre ocho y diez trabajadores (según la cantidad de
varillas de la máquina) se encontraban descargando sus catres, sus bancos, sus
ropas, los elementos de cocina ¡y hasta alguna guitarra! El grupo estaba
formado por el maquinista, cuatro o seis esquiladores, el agarrador, el playero
y el cocinero.
Se instalaba
rápidamente la máquina en el lugar destinado y el cocinero elegía el animal que
carnearía. Sería el primer ovino esquilado y su carne los abastecería durante
la estadía. Todas las demás necesidades del grupo eran satisfechas por el
patrón de la esquiladora.
Una jornada
completa se repartía en cuatro cuartos. Alrededor de las seis de la mañana, el
chacarero preparaba la majada, llenaba los corrales entre gritos y el ladrido
de los perros y la polvareda que todo lo envolvía y si alguna oveja se ponía
remolona se la hacía caminar asustándola con una pandereta de peines que se
agitaban una y otra vez. A las 6:30 la esquiladora arrancaba con su acompasada
“musiquita”. Como decían en el campo: “¡Un solo ruido nomás!” Y al grito de
“¡Lata!” se sumaba la cosecha. A las 8:15 se hacía “el almuerzo chico”. Luego
continuaban hasta el mediodía, en que después del almuerzo hacían una breve
siesta. Retomaban a las 14 y a las 16 saboreaban unos mates en una media horita
de descanso para continuar de allí hasta las 19, cuando todo se detenía.
Quince minutos
antes de cada parada, el agarrador dejaba de manear, y en los descansos, el
maquinista –que generalmente era el patrón- aprovechaba para afilar los peines
a los que primero colocaba en una lata con agua hirviendo para quitarles la
grasa.
A medida que
transcurría la esquila, el playero juntaba la lana y marcaba las “latas”. Éstas
eran fichas semejantes a monedas que llevaba en un morral y que depositaba en
un tarrito colgado en el lugar de la varilla de cada esquilador “para hacer la
contabilidad”. Para marcar las latas, el playero acompañaba el aviso con un
toque en el hombro del esquilador cada vez que éste concluía la esquila de un
ovino y depositaba la preciada prueba en el tarrito. Cuando se esquilaba un
carnero, al grito de ¡lata! lo seguían dos toques en el hombro; por ello, para
que no hubiera ventajas, el agarrador debía manear un carnero para cada
esquilador y no repetir hasta que la vuelta estuviera completa.
Después de la
jornada agotadora de trabajo que transcurría entre bromas y el continuo ir y
venir, llegaba el momento de dejar para el otro día. Entonces, una lavadita…
como se podía… y entre chistes y a veces alguna guitarreada llegaba la cena y
cada uno a su catre, en el galpón. Si
hasta alguna vez hubo quien satisfizo su fanatismo deportivo escuchando en su
radio la pelea de Bonavena, por el título. ¿Qué era eso de volverse al pueblo?
Al día siguiente, todo comenzaba de nuevo. Hasta que llegaba el momento de
juntar para buscar otro rumbo.
Para dar idea
de la realidad en la que se desenvolvía toda esta labor agrego que en un campo
de alrededor de 400 hectáreas podían encontrarse majadas de 700 u 800 ovinos.
Si eran de raza Lincoln requerían dos esquilas por año; si eran cruza
(Corriedale), sólo una. Los corderos se esquilaban en noviembre, haciendo más jugosa
la campaña tanto de los trabajadores como de los chacareros. Los lienzos, bien
prensados y atados, guardaban entre 60 y 70 kilos de lana cada uno. Un buen
esquilador podía esquilar unas 160 ovejas en el día; pero, como en todos los
órdenes, siempre ha habido y habrá quien logre un poco más: uno de los
recuerdos recuperados destaca la destreza de Luis Garrido que podía superar a
sus compañeros hasta en 20 o 30 ovejas más.
Aún hoy,
quienes rememoramos aquellos días, tenemos presente el sonido característico de
la máquina funcionando y la algarabía que reinaba entre balidos, charlas, risas
y días que transcurrían llenos de actividad. No sé si la nostalgia es buena o
no pero… ¡es para extrañar! A veces se hace imposible no repetir aquellos
versos de Manrique: “¡Cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue
mejor!”
Este relato va
dedicado a todos los que hemos recordado, en familia, en uno u otro puesto, y a
aquellos cuyos nombres se nos escapan o pertenecen a una actividad más
reciente, porque aunque ya no existen en Orense los grandes rebaños de otros
tiempos, siempre queda alguna majada pequeña que generalmente es esquilada con
alguna máquina de un solo peine o con la vieja tijera. Para ellos: Oscar
Villalba, Luis Garrido, los hermanos Aguado, “Pelusa”Chatelain, “Kico”
Quinteros, “Carlitos” Di Paolo, Abel Inda, Jonás Argüello, Carlos González,
Rubén Córdoba, Juan Eiras, Manuel Mujica, “Guigue” González, Adelqui Vidal,
Oscar Quinteros, Valdés el guitarrero, “Torta” Illescas, Contreras, Ávila,
Pauluque, “Tito” Guzmán, Héctor Pereyra, Rubén Cisneros…
María Angélica López
Escrito con los recuerdos
reunidos por Armando Félix Sarasola, Eduardo Pedro López y María Angélica
López.
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